Mié. Jul 16th, 2025

Comenzamos una serie de artículos hablando del trasfondo de Age of Sigmar, esta semana traemos la primera parte de la Era de los Mitos, la época más difusa y con más leyendas de los Reinos Mortales. comenzó tras el fin del Mundo-que-fue, aunque no se sabe cuánto tiempo pasó entre ambos. En este artículo hablaremos de los hechos ocurridos desde el despertar de Sigmar hasta la fundación de su Panteón:

Después del Fin de los Tiempos

Todo comienza cuando el dragón Dracothion encontró a Mallus, el núcleo del Mundo-que-fue, a la deriva por el vacío. Partió en su búsqueda con la intención de capturarla y colgarla en los cielos para poder admirar su belleza. Sin embargo, aferrada a la esfera se encontraba el espíritu de Sigmar. El dragón sintió afinidad con este espíritu, por lo que utilizó su aliento para revivirlo y lo subió a su lomo. Sigmar, agradecido, le ofreció diversos presentes como muestra de su gratitud y Dracothion le mostró los puentes celestiales y los pasajes que llevaban a los Reinos Mortales.

Sigmar exploró los Reinos, encontrando portales que los unían, y descubrió que estaban asociado con uno de los vientos mágicos del Mundo-que-fue, lo cual influía muchísimo en el reino moldeándolo a todos los niveles. En sus viajes se encontró poblados y asentamientos de humanos primitivos y se enfrentó monstruosas. Muchas leyendas narran los encuentros de Sigmar con estas bestias: liberando a Aqshy de criaturas volcánicas; derrotó a Ymnog, abuelo de los Gargants y padre de la Bestia Celestial Behemat entre muchas otras.

Sigmar, el Dios-Rey

Para los mortales, Sigmar era nada más y nada menos que un dios, la mayoría de depredadores de escapaban solo con saber que Sigmar estaba en la zona, y aquellos que no lo hacían eran eliminados por su reluciente martillo o por los relámpagos de Dracothion. Sigmar compartió muchos conocimientos con los humanos lo que aumentó su devoción ante él. Las civilizaciones florecieron y se erigieron majestuosas ciudades por todos los Reinos Mortales.

Guiado por un conocimiento intrínseco o por el destino, en su búsqueda Sigmar encontró e incluso despertó a otros dioses. Los Slann llevaron sus Templos-Astronave a los cielos de Azyr, lejos de la vista de los mortales. En secreto, ayudaron a que muchas tribus humanas prosperaran enseñándoles secretos mágicos e incluso dándoles tecnología de Los Ancestrales. Fue en esta época cuando los Slann toman control de los primeros nodos en la que se convertiría en la Astromatriz Arcana.

Sigmar y Nagash

En su búsqueda por expandir su poder y proteger los Reinos Mortales, Sigmar, el Dios-Rey, se enfrentó a numerosos desafíos. Uno de los más notables fue su encuentro con los Hydragors esqueléticos, los imponentes guardianes de los Portales sin Estrellas, las enigmáticas puertas que conectan con Shyish, el misterioso Reino de la Amatista. Tras una feroz batalla, Sigmar derrotó a estos temibles guardianes, desatando la ira de Gnorros, el padre de los Hydragors. Enfurecido por la destrucción de sus hijos, Gnorros intentó capturar a Sigmar, clavando sus colosales garras en las Tierras Interiores Primas. Aunque Sigmar logró escapar, las marcas de las garras del titán no desaparecieron. Estas heridas en el paisaje dieron lugar a la formación de los Lagos Encadenados y los traicioneros remolinos conocidos como la Mandíbula Marina y el Nihil Negro, un recordatorio permanente del furioso ataque de Gnorros.

En sus viajes posteriores, Sigmar descubrió a Nagash, el dios de la muerte, oculto en lo más profundo del inframundo. Nagash estaba enterrado bajo un túmulo gigantesco de Piedras del Reino, una prisión tan vasta como una montaña. A pesar de que en el Mundo-que-fue ambos habían sido enemigos mortales, Sigmar, tras una larga reflexión, decidió otorgarle una segunda oportunidad, reviviendo al poderoso nigromante. Esta decisión marcó el inicio de una alianza inesperada. Juntos, Sigmar y Nagash se convirtieron en una fuerza imparable, destruyendo amenazas colosales como el Rey de las Constelaciones Rotas, la Luz Devoradora, los Duques Abisales y Symir, el Primer Fuego. Sigmar llegó a considerar a Nagash como un hermano en armas, una relación basada en el respeto mutuo y la lucha compartida. Sin embargo, detrás de esta aparente camaradería, Nagash albergaba sus propios planes: anhelaba el control total de los inframundos y, en secreto, planeaba consumirlos para consolidar su poder.

Grungni y Grimnir, los dioses de los Duardin.

Sigmar llegó a Chamon, el reino del metal. Fue allí, entre las imponentes Montañas de Hierro, donde encontró una escena que cambiaría el curso de la historia. En la cima más alta, dos figuras divinas yacían encadenadas: Grungni y Grimnir, los dioses Duardin. Aunque nunca revelaron cómo llegaron a ser prisioneros en ese inhóspito lugar, su destino cambió cuando Sigmar los liberó de sus cadenas. En agradecimiento, ambos dioses juraron lealtad eterna a su salvador, pero la forma en que cada uno decidió pagar su deuda reflejaba profundamente su naturaleza.

Grungni, el maestro artesano y padre forjador de los Duardin, había sufrido una herida permanente que lo dejó lisiado. Aun así, su espíritu creativo permanecía intacto. Para cumplir con su promesa, Grungni decidió ofrecer lo mejor que podía dar: su maestría en la forja. Se comprometió a fabricar cualquier cosa que Sigmar deseara, poniendo su incomparable talento a disposición del Dios-Rey.

Grimnir, en cambio, era de un carácter muy distinto. Como dios guerrero, la paciencia y la creación no formaban parte de su temperamento. Su naturaleza colérica y su ansia de combate lo impulsaban a actuar. Por ello, pidió a Sigmar que le señalara un enemigo digno de su furia y sus hachas, deseando demostrar su lealtad a través de la destrucción de un oponente formidable. Así, cada uno de los dioses Duardin encontró una manera única de cumplir su juramento, demostrando tanto su gratitud como su naturaleza esencial: la paciencia y el ingenio de Grungni, frente a la furia y el ansia de batalla de Grimnir.

Tras su liberación, Grungni y Grimnir tomaron caminos diferentes, cada uno fiel a su naturaleza. Grungni, siempre el maestro forjador y líder de su pueblo, reunió a los Duardin dispersos y fundó el Karak de Hierro, un bastión que simbolizaba la resistencia y el ingenio de su raza. Mientras tanto, Grimnir, el dios guerrero, se lanzó a una búsqueda solitaria en las colinas ardientes de Aqshy. Su misión: cazar a la sierpe de fuego que Sigmar había nombrado, una criatura que sembraba el terror en la región. La bestia que Grimnir encontró no era cualquier monstruo. Se trataba de Vulcatrix, la legendaria Madre de las Salamandras, la criatura mitológica de cuyas entrañas nacieron las llamas que moldean los mundos. Esta sierpe colosal se alzaba serpenteante sobre un abismo de magma, su cuerpo parecía no tener fin, y su mera presencia hacía que el aire chisporroteara con calor y energía. Pero Grimnir, fiel a su naturaleza indomable, no se dejó intimidar. Con sus hachas en alto, cargó hacia la criatura, dando inicio a un duelo titánico que quedaría grabado en la historia.

El choque entre Grimnir y Vulcatrix fue tan devastador que aplanó las colinas cercanas, dando lugar a las vastas llanuras de Aqshy. A pesar de las llamas que consumieron la barba y cresta del dios Duardin, su furia solo se incrementaba. Siete veces sus hachas cortaron las escamas ardientes de la sierpe, desatando ríos de magma de sus heridas. Pero Vulcatrix no se dejó vencer fácilmente. Con sus garras, hirió a Grimnir repetidas veces, intensificando el caos y el infierno a su alrededor.

Finalmente, en un embate final y feroz, ambos colosos se lanzaron el uno contra el otro, y en ese instante, dios y bestia se hicieron añicos. Sus fragmentos se dispersaron por el vacío como una lluvia de meteoros en llamas. Allí donde cayeron las brasas de Vulcatrix, surgieron nuevos volcanes, transformando el paisaje de Aqshy. Los fragmentos de Grimnir, por su parte, se convirtieron en una sustancia mágica y poderosa conocida como Ur-oro, un material que los Matadores Ígneos veneran, aunque los Duardin guardan celosamente este secreto y no lo comparten con nadie.

Gorkamorka, la destrucción encarnada.

En su constante misión para unir a los dioses y proteger los Reinos Mortales, Sigmar llegó a Ghur, el indomable Reino de las Bestias. Allí encontró a Gorkamorka, el dios pielverde de dos cabezas, prisionero dentro de Drakatoa, una avalancha viviente que dominaba la región de Ghyrria. Atrapado en el espeso cieno primordial de esta colosal masa de ámbar, ni la brutal fuerza ni la astuta mente de Gorkamorka eran de ayuda para escapar.

A pesar de sospechar que liberar al dios pielverde le traería problemas, Sigmar no dudó. Confiando en su instinto guerrero, llamó a Dracothion, el Gran Dragón Celestial, para que descendiera en picado hacia Drakatoa. Como un cometa que surca el cielo, Sigmar lanzó su grito de guerra y, entre relámpagos cósmicos y los poderosos golpes de su martillo Ghal Maraz, derrotó a la monstruosa avalancha viviente.

Gorkamorka, ahora libre, no reaccionó con gratitud, sino con furia. Jamás había necesitado ayuda, y ser liberado por otro dios era un golpe para su orgullo. Fiel a su naturaleza violenta, su primera reacción fue atacar. Sin mediar palabra, alzó su colosal maza y, con un único golpe, dejó inconsciente a Dracothion. Esto encendió la ira de Sigmar, quien se levantó de su montura caída, listo para enfrentarse en una batalla épica.

Lo que siguió fue un combate titánico que duró doce días. El choque de sus golpes resonaba por los Ocho Reinos Mortales, provocando una devastación sin igual. Cada mazazo fallido de Gorkamorka abrió profundos cañones en el paisaje, ahora conocidos como los Cañones Tajo. Cuando Sigmar derribó a su oponente, la fuerza del impacto hizo que se alzaran las Montañas de Maraz. Durante todo este tiempo, una legión de criaturas depredadoras se reunió, atraída por el caos y el olor a sangre. Las sierpes solares y los temibles Shaggoths, normalmente rivales feroces, permanecieron inmóviles, fascinadas por la espectacular batalla entre estos dos dioses colosales.

Finalmente, incluso los dioses más poderosos se fatigan. Exhaustos, Sigmar y Gorkamorka dejaron sus armas y se observaron a distancia. Al ver la devastación que habían causado y los monstruos que los rodeaban como testigos silenciosos, ambos dioses rompieron en carcajadas. Las risotadas profundas de Gorkamorka se mezclaron con las de Sigmar, llenando el aire de una extraña camaradería. Reconociendo en Sigmar a un igual en ferocidad y fuerza, Gorkamorka le ofreció su mano y aceptó pelear a su lado, no en su contra.

Tyrion y Teclis, el destino de los Elfos.

Tyrion despertó en Xintil, en el corazón resplandeciente de Hysh. El poder que había absorbido del viento de este reino, justo antes de la destrucción del Mundo-que-fue, lo había transformado en un dios de la luz. Desde allí, comenzó a explorar en soledad los diez paraísos de Hysh. Durante sus viajes, pudo oír la voz de su hermano, Teclis, resonando en el viento, lo que lo llevó a aventurarse hasta los límites del reino, en un entorno hostil. La intensidad de la luz en Hysh era abrumadora, haciendo que sus ojos casi se fundieran. Sin embargo, su brillo atrajo la atención de un espíritu elemental que habitaba la región, un ser radiante que brillaba como el sol en medio del resto de los reinos. Aunque encontraron una causa común, Tyrion no recordaría nada de este encuentro místico.

Al despertar en el centro del reino, se encontró junto a su hermano Teclis. Juntos, habían llegado a ser mitades gemelas de un mismo poder divino, un poder que, lejos de estar dividido, se reflejaba y ampliaba entre ellos. Tyrion descubrió que podía ver a través de los ojos de Teclis, quien le enseñó a percibir los reinos mediante su percepción extrasensorial. Los dos vagaron por el reino juntos hasta que finalmente encontraron a Sigmar. La alegría de su reencuentro fue inmensa, y decidieron forjar una alianza que marcaría el inicio del Panteón de Sigmar.

Sin embargo, la situación de los elfos era desoladora: apenas quedaban unos pocos en Azyr, ya que muchos habían sido consumidos por Slaanesh durante la catástrofe del Mundo-que-fue. Los hermanos se dirigieron a Shyish en busca de un lugar donde pudieran estar las almas de sus parientes perdidos. En su camino, unos enigmáticos monjes les informaron sobre un ser conocido como Malerion, que también buscaba las almas de los elfos, y lo reconocieron como un compatriota del Mundo-que-fue. Aunque ni Tyrion ni Teclis podían ir a Ulgu, y Malerion no podía ir a Hysh, acordaron reunirse en Shyish. Así, los monjes los guiaron hacia la localización de Malerion, donde descubrieron que Hysh y Ulgu estaban intrínsecamente ligados, existiendo un subreino penumbral entre ambos. Esta revelación los llevó al descubrimiento de Uhl-Gysh, y así se forjó una nueva alianza con el objetivo de atrapar a Slaanesh.

Malerion y Morathi.

En los inicios de la Era de los Mitos, Malerion despertó solo y sin recuerdos en el reino de Ulgu, en forma de una entidad etérea y sombría. A través de su odio, logró recuperar sus memorias y adoptar una forma física. En su travesía por las tierras de Ulgu, exploró sus trece dominios, encontrando criaturas extrañas, pero ninguna era como él. Un día, se cruzó con Morathi, quien había sido su madre en el Mundo-que-fue. Ella también había cambiado y no venía sola, pues le acompañaba una camarilla de demonios de la sombra. Su reencuentro fue hostil, marcado por el odio y frías recriminaciones, ya que se habían separado como enemigos en el pasado. No obstante, a pesar de la falta de confianza, ambos acordaron finalmente una tregua. Fue en este contexto que Sigmar los encontró unidos, y juntos aceptaron unirse a su creciente alianza.

Alarielle y el Reino de la Vida

Por último, en el Reino de Ghyran, Alarielle creó a la raza de los Sylvaneth a partir de su semilla los que se expandieron por todo el reino. En estos tiempos Alarielle media en las diversas rivalidades que surgieron entre humanos y Sylvaneth. El Roble de Eras Pasadas, un fragmento superviviente del Mundo-que-fue, terminó descansando en Ghyran. Sigmar acudió a investigar y trajo la civilización y el orden a los humanos que allí habitaban. A partir de entonces los humanos guiados por Sigmar y los Sylvaneth por Alarielle alcanzaron acuerdos que sentaron los cimientos para una duradera la paz en el Reino de la Vida. Con la expansión de las civilizaciones de Sigmar por los Reinos Mortales el Dios-Rey solicitó a Alarielle que se uniera al panteón que estaba formando, a lo cual la diosa de la vida aceptó.

El Panteón de Sigmar.

Al terminar sus viajes, Sigmar volvió a los Cielos de Azyr, una vez allí invocó a los seres más poderosos que había encontrado durante su viaje. Jamás se habían juntado tales criaturas entre los que destacaban los dioses. Para recibirlos como se merecían aplanó la cima del Monte Celestian, la cumbre más alta de todo Azyr dando un puesto a cada uno de ellos debajo de las estrellas. Aunque muchos de los dioses eran viejos enemigos, con muchas diferencias y rencillas pendientes, se llegó a un acuerdo entre todos los presentes. Se nombró un protector para cada uno de los Ocho Reinos Mortales y delimitando sus fronteras y zonas de domino. Un juramento de alianza dio lugar a una era dorada. Estos fueron los protectores elegidos para cada reino: 

Azyr, Reino de los Cielos: Sigmar 

Shyish, Reino de la Muerte: Nagash 

Ulgu, Reino de las Sombras : Malerion 

Chamon, Reino del Metal: Grungni 

Aqshy, Reino del Fuego: Grimnir  

Ghyran, Reino de la Vida: Alarielle 

Ghur, Reino de las Bestias: Gorkamorka 

Hysh, Reino de la Luz: Tyrion 

Hubo una edad dorada de cooperación que hizo que proliferaran muchos asentamientos y ciudades en todos los Reinos. Grungni enseñó a la humanidad cómo trabajar el metal y Nagash impuso orden entre los espíritus de los muertos, mientras sus muertos andantes sin mente ayudaban a construir ciudades y estructuras defensivas en el reino de la Muerte. El comercio entre reinos era próspero y abundante y, pese a las diferencias, su sólida alianza les permitió sobreponerse a todas ellas.

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