
Continuamos con nuestros artículos sobre el trasfondo del principal juego de fantasía del mercado. En el último artículo quedamos con la reconstrucción paulatina de los reinos por parte de las fuerzas del orden. La creación de las fortormentas y su posterior evolución a ciudades prometían una época más calmada para las atormentadas poblaciones en los Reinos Mortales.
La Cruzada Ardiente
Sigmar lanzó su mirada hacia una región olvidada por el tiempo pero rica en promesas: la Meseta Llagaígnea, un yermo abrasador situado en el corazón del Gran Erial de Aqshy. En los días gloriosos de la Era de los Mitos, estas tierras fueron parte del Imperio Agloraxi, una ancestral magocracia célebre por su dominio arcano y sus artefactos prodigiosos. Aunque el Imperio cayó durante la Era del Caos, sus ruinas aún albergaban secretos ocultos y poderosas reliquias. Así fue como se dio inicio a la Cruzada Ardiente.
La campaña reunió a algunas de las fuerzas más aguerridas del Orden. Contra ellas se alzaron no solo las tropas del Caos, deseosas de proteger los secretos que ahora consideraban suyos, sino también hordas de Orruks salvajes y espectros corsarios surgidos de antiguas catacumbas del imperio caído. Fue una guerra brutal en la que cada palmo de terreno conquistado se pagó con sangre, pero también con descubrimientos que reforzaron aún más el poder de Sigmar.
La Contraofensiva de los Dioses Oscuros
Pero los dioses oscuros no observaban estos triunfos desde sus tronos sin actuar. Aunque las Guerras por los Portales habían debilitado su dominio, la mayor parte de los Reinos Mortales seguía bajo su opresiva influencia. En las sombras de su derrota parcial, tramaron sus venganzas y prepararon su contraataque.
Khorne, sediento de desafíos dignos, fue el primero en responder. Para el dios de la guerra, la aparición de nuevos bastiones del Orden representaba una bendición: fortalezas que asediar, defensores que masacrar, batallas que incendiarían los cielos con la gloria del combate. A pesar de perder influencia en Aqshy, el aumento de los enfrentamientos no hizo sino alimentar su insaciable apetito por la guerra.
Nurgle, por su parte, comprendió que se había enfrascado demasiado en la disputa por Ghyran. Aunque la Guerra de la Vida seguía su curso, el dios de la podredumbre resolvió que sus “bendiciones” debían extenderse a otros dominios. En respuesta, envió a su emisario más tenaz, el demoníaco Horticulous Slimux, en una lenta pero inexorable peregrinación a través de los Reinos Mortales, con el propósito de sembrar nuevos jardines de decadencia allá donde pusiera el pie.
Tzeentch fue quizás el más silencioso, pero no por ello menos activo. Para el arquitecto del cambio, el surgimiento de las Ciudades Libres fue una invitación abierta al caos sutil: cultos secretos florecieron en las sombras de los mercados y los templos, mientras extrañas estructuras arcanas empezaron a aparecer en lugares de poder. Sigmar, tras una revelación divina, descubrió horrorizado que todas estas actividades formaban parte de un patrón mayor: una inmensa conjuración estaba en marcha, un hechizo cuyas piezas encajaban lentamente en todo el tapiz de los Reinos Mortales.
Mientras tanto, los Gaunt Summoners —nueve hechiceros demoníacos al servicio forzoso de Archaon— tejían sus propias maquinaciones. Desde sus Torres Plateadas, atrajeron a campeones de múltiples razas y voluntades, jugando con sus destinos como piezas en un tablero oculto, todo con el objetivo final de liberarse de sus cadenas y desatar el caos a su manera.
Slaanesh, aún aprisionado en su celda arcana, sufría un tormento sin igual. Una a una, las almas Aelf que había devorado eran arrancadas de su interior por los poderosos hechiceros Aelves encargados de su vigilancia. Cualquier otra entidad habría sucumbido a semejante agonía, pero Slaanesh, dios del exceso y del dolor sublimado, aprendió a soportar aquel suplicio. Con el tiempo, su mente retorcida convirtió el sufrimiento en contemplación, y la contemplación en un plan. Consciente de que algunos de sus carceleros abandonaban periódicamente su puesto para visitar distintas ciudades, el dios del placer logró establecer contacto con demonios leales que aún lo veneraban.
Siguiendo sus instrucciones, estos emisarios iniciaron una paciente infiltración, sonsacando secretos a través del engaño, la seducción y el chantaje. Así fue como el más joven de los dioses oscuros descubrió los arcanos mecanismos que mantenían su prisión intacta, y comenzó a trazar las primeras estrategias para debilitar, y finalmente romper, sus ataduras.
Al mismo tiempo, el más pequeño y escurridizo de los dioses del Caos, la Gran Rata Cornuda, lanzó una orden inapelable a su enjambre de servidores: reproducirse sin descanso y corromper cuanto territorio fuera posible. Las ciudades comenzaron a sufrir ataques repentinos y caóticos por parte de oleadas de Hombres Bestia skaven, y en los cielos de los Reinos Mortales se avistaron incluso flotas de naves voladoras impulsadas por tecnología impía que rivalizaban con las de los Kharadron Overlords. Allí donde los Skaven aparecían, la corrupción proliferaba, y ni los lugares más sagrados podían considerarse seguros.
Por último, Archaón el Elegido Eterno, al percatarse de que había perdido el control sobre los portales hacia los reinos de Aqshy, Ghyran y Ghur, respondió con severidad. Ordenó la construcción inmediata de fortalezas impenetrables en torno a cada Pórtico de Ochopartes, encargando su vigilancia a sus lugartenientes más temibles. El más colosal de estos baluartes fue Karheight, una fortaleza oscura y de proporciones desmesuradas, erigida junto al extremo del Portal Final que conducía a Ghotizzar, en el corazón de Shyish. Desde allí, el poder de Archaón mantenía su presencia viva en los reinos, aún cuando su acceso directo estuviese bloqueado.